La llegada de la temporada navideña me trae muchísimos recuerdos de la infancia.
Cuando yo era niño vivía en Loreto, al sur de la Ciudad de México. Lo que hoy día es un centro comercial fue alguna vez una fábrica de papel en la cual laboraba mi padre. A espaldas de la fábrica había un conjunto habitacional propiedad de la empresa el cual era para uso exclusivo de sus trabajadores y empleados. Junto con las casas había una escuela primaria y un campo de futbol, construidos también por la familia Lenz, dueños de la fábrica. No estoy seguro de la cantidad total de casas, pero basándome en la numeración yo diría que eran unas 400 viviendas. Algunas de ellas aún existen -creo que cuando la fábrica se mudó al interior del país se dio a las familias la opción de comprarlas con un crédito de interés social-, pero muchas otras, junto con el campo de futbol, cedieron su lugar a un par de condominios.
No es algo que pueda afirmar, pero imagino que la situación era al menos marginalmente parecida a la de cualquier población en cualquier parte del mundo donde la gran mayoría de los empleos dependen de una sola fábrica. Tus vecinos son tus compañeros de trabajo. Si tu familia tiene el suficiente tiempo en el lugar, es bastante probable que muchos de tus compañeros sean incluso tus amigos de la infancia. Tu esposa probablemente sea hija de algún amigo de tu padre o hermana de alguno de tus compañeros, quien probablemente también sea tu vecino -en cualquiera de los dos casos-. Tus hijos deben ser de edades similares a los hijos de tus vecinos. Dificilmente hay una familia de la cual no conozcas por una u otra razón a por lo menos un miembro, lo que resulta en un ambiente de convivencia que dificilmente se da en estos tiempos.
Ahora traslademos esta peculiar situación de convivencia a la temporada navideña y particularmente a las posadas. ¿Pueden imaginarse una fiesta con cientos de invitados, todos ellos amigos y/o conocidos, organizada de manera colectiva? Importante resulta señalar que el conjunto habitacional estaba organizado en cuatro "privadas", unidas por una calle que las atravesaba por el medio y llegaba al campo de futbol. Esto proveía al conjunto de cuatro enormes patios, decorados para la temporada por todos los vecinos con materiales muchas veces otorgados por la fábrica. Si pueden imaginarse semejante fiesta, los reto ahora a que imaginen nueve fiestas similares. En días consecutivos.
Procesiones con velitas siguiendo las figuras de los peregrinos en su recorrido de las privadas, ollas y ollas de ponche, colaciones por montones y, por supuesto, piñatas. No recuerdo cuantas pero si que eran varias por noche y, creo, se repartían por grupos de edades para romperlas. Y los juegos. Todos esos juegos que ahora son como leyenda urbana o algo reservado a los patios de un jardín de niños tenían lugar ahí. Rondas como Matari-leri-lero, Doña Blanca, la Víbora de la Mar, la Rueda de San Miguel, etc., eran jugadas por gente de todas las edades. Saltar la cuerda en grupo cuando la cuerda era un mecate de diez o doce metros tampoco es algo fácil de olvidar.
Lamentablemente al correr de los años las familias más antiguas empezaron a emigrar al jubilarse los empleados de la fábrica, los empleados nuevos eran gente ajena que no encajaba en la interacción colectiva y la participación disminuía año con año. Yo me mudé de ahí a los ocho años y recuerdo que las posadas aún eran impresionantes. Posteriormente, por relatos de ex-vecinos supimos que algunos años después éstas desaparecieron casi por completo. Luego se dio el anuncio de que la fábrica se mudaría y eso fue el punto final para esa comunidad.
Independientemente de mi forma de pensar respecto a las celebraciones decembrinas, los recuerdos que tengo de aquellas posadas son algunas de las memorias más gratas de mi infancia.
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